El Cielo No Tiene Favoritos

Nadie atravesaba dos veces la laguna Estigia.

No advierte que apenas puedo hablar porque tengo el corazón henchido, grande y anónimo y que su nombre se encuentra entre los pocos que conozco?

he probado todo, señora mía. Sólo hay dos cosas que son eficaces:' una de ellas es tener siempre a alguien a nuestro lado; por eso me casé, pero mi esposa falleció hace mucho tiempo...

—¿Y la otra?

—Resolver problemas de ajedrez. Se apartan tanto de todo lo humano, la duda, y el miedo... Su abstracción es benéfica. En su mundo no se conoce el pánico, ni la muerte. Ayuda, por lo menos durante la noche. Y no pretendemos más, ¿verdad? Tan sólo aguantar hasta la mañana próxima...

«Amado mío, de rostro impreciso, tú, el desconocido que jamás has llegado y siempre eres esperado, ¿no sientes que el tiempo se acaba...?»

«¿Por qué no se marcha —pensó— ¿Por qué lo ofendo, aun contra mi voluntad? ¿Por qué le reprocho su permanencia más larga que la mía en este lugar y la suerte que tiene de pensar al respecto de manera diferente a la mía? ¿Por qué me irrita que actúe como un prisionero que en lugar de rebelarse contra su encarcelamiento, agradece a Dios por no haber sido condenado a muerte y no como otros, como yo, que aborrecen a Dios por estar privados de su libertad?»

no cabía ninguna duda... Las flores que yacían ante ella sobre la alfombra: eran las mismas que había dejado sobre el ataúd de Agnes Somerville.

Hollmann estaba sentado al volante de Giuseppe con la espalda vuelta hacia Clerfayt. No cabía duda de que en su imaginación estaba corriendo una prueba. Podía escucharse el leve crujido de la palanca de cambio al ser accionada. Clerfayt meditó un momento, luego le hizo una seña al dueño del garaje y salió.

—No le diga que lo vi.

sólo lo obsesionaba el recuerdo de hornos que habían estado encendidos día y noche... Hornos que no habían estado muy distantes del campamento donde estuviera prisionero..., hornos que quería olvidar.

pequeña construcción cúbica coronada por una cúpula cuya chimenea vomitaba un humo negro. Se detuvo y a su memoria afloró el recuerdo abominable de algo que había tratado olvidar en vano en esos años de vida desenfrenada.

—¿Qué es eso? —le preguntó a un mozalbete ocupado en despejar la nieve acumulada ante la puerta de un negocio.

—¿Eso que está allí? El crematorio, caballero.

Clerfayt tragó saliva. No se había equivocado entonces.