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Junichirô Tanizaki

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    Siempre que en algún monasterio de Kioto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimento intensamente la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa. Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shōji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Sōseki2, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar de pleno este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje.
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    Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes.
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    si los japoneses hubiéramos seguido direcciones originales, las repercusiones en nuestra manera de vestir, de alimentarnos y de vivir habrían sido sin duda considerables, lo cual es lógico, pero también lo habrían sido en las estructuras políticas, religiosas, artísticas y económicas; y se puede fácilmente imaginar, siendo como es Oriente, que habríamos encontrado soluciones radicalmente diferentes.
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    sin embargo, si Oriente y Occidente hubieran elaborado cada uno por su lado, de manera independiente, civilizaciones científicas bien diferenciadas, ¿cuáles serían las formas de nuestra sociedad y hasta qué punto serían diferentes de lo que son?
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    De manera más general, la vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas, frascos de plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al contrario, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo. No hay casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina.
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    En lo que se refiere al cristal de roca, en estos últimos tiempos se han importado grandes cantidades desde Chile pero, comparado con el cristal de Japón, el de Chile peca de un exceso de pureza y de limpidez. El cristal que se encuentra desde siempre en la provincia de Kai, cuya transparencia se ve turbada por ligeras nubes, produce por ello mismo la impresión de tener mayor densidad; sin embargo, el que nos produce un placer aún mayor es el cristal con vetas, el que encierra en su masa parcelas de materia opaca.
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    Efectos del tiempo», eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos. Los chinos tienen una palabra para ello, «el lustre de la mano», los japoneses dicen «el desgaste»: el contacto de las manos durante un largo uso, el roce, aplicado siempre en los mismos lugares, produce con el tiempo una impregnación grasienta; en otras palabras, ese lustre es la suciedad de las manos.
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    Si detestamos ir al dentista, en parte es debido a la repulsión que nos inspira el ruido del torno al taladrar el diente, pero también a nuestro horror ante la profusión de instrumentos de cristal o de metal brillante.
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    Para empezar, el arroz, solo con verlo presentado en una caja de laca negra y brillante colocada en un rincón oscuro, se satisface nuestro sentido estético y a la vez se estimula nuestro apetito.
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    En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan solo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
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