De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño.
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Casi nadie la recordaba; era lo cierto. Y por eso moría.
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aquellos cajones grises, blancos o negros, que tanto asustan a los hombres
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Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte.
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Nadie se mantenía ecuánime en mi presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los hombres.
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Y lo veo morir y no puedo impedirlo porque soy un perro.
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Pero soy perro, y, aunque nuestra alma es infinita, no puedo sino arrimarme al amo, mover la cola o las orejas, y mirarlo con mis ojos estúpidos, repletos de lágrimas.
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Quisiera al menos hablarle, consolarle, pues sé que aunque es muy desgraciado, ama la vida, las cosas bellas y claras, el agua, los árboles…
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“¿Qué podría yo hacer para ayudar a este hombre?”, me preguntaba continuamente.
Y esta alma buena que llevamos todos los perros dentro me aconsejó al instante: “Seguirlo siempre a donde vaya”.
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Tu perro, en cambio, no tiene a nadie sino a ti. Ningunos ojos lo miran, que los tuyos; nadie le sonríe, sino tú; sólo tu calor le alivia; a nadie sigue, sino a ti.
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