El tranvía circulaba sin novedad, y el pequeño ni lloraba ni trataba de llamar la atención, entretenido con el ritmo de los destellos de las farolas de las calles que, a través de las ventanillas, se repetían con la constancia de una promesa. Era la misma luz lenta, a ratos deslumbrante –inexorable–, que el niño ya había intuido en los empujones del parto, pese a oponerse a éste apretando los puños, gritando en silencio por miedo a ahogarse, poniéndose en tensión por la confusa sensación del momento. Todavía estaba esperando que su madre lo abrazara, lo consolara y lo alimentara