muestra una sorprendente obstinación en buscar, sea como sea, una lógica de los acontecimientos que tenga al hombre como último artífice. Si se elimina consecuentemente a esos dioses del texto, lo que queda no es tanto un mundo huérfano e inexplicable cuanto una historia humanísima en la que los hombres viven su propio destino como podrían leer un lenguaje cifrado cuyo código conocen, casi en su integridad.