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Paul Gallico

  • Dianela Villicaña Denaalıntı yaptıgeçen yıl
    Cualquier ama de casa bien informada que hubiera recurrido en alguna ocasión a los servicios de la estirpe singular de «empleadas del hogar» que acuden a los domicilios a limpiar y ordenar por horas, o, en realidad, cualquier persona inglesa, habría dicho: «La mujer de debajo de ese sombrero solo puede ser una señora de la limpieza londinense», y, además, habría acertado
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    El mundo que frecuentaba la señora Harris, a quien le faltaba poco para cumplir los sesenta, lo caracterizaban un desorden perpetuo, la porquería y el caos
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    Aunque ella no tenía miedo, porque el miedo no forma parte del vocabulario de una señora de la limpieza inglesa, ahora se reafirmó aún más en su decisión de no bajar la guardia y no andarse con bobadas. Iba a París a hacer un recado de gran envergadura, pero esperaba, al llevarlo a cabo, tener que relacionarse lo menos posible con los franceses
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    ¿Perdone usted, señora?
    –¡La tienda de vestidos de Dior, ya se lo he dicho!
    El empleado de las líneas aéreas se había enterado perfectamente, pero su cabeza, acostumbrada a lidiar con toda clase de emergencias y casos extraños, era incapaz de entender la relación entre una señora de la limpieza londinense, que formaba parte del amplio ejército que salía todas las mañanas a quitar la mugre de las viviendas y oficinas de la ciudad, y el centro de moda más exclusivo del mundo, y siguió titubeando.
    –Vamos, póngase en marcha –le ordenó la señora Harris con brusquedad–, ¿se puede saber qué tiene de raro que una señora venga a París a comprarse un vestido?
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    La señora Harris se ocupaba de todos estos domicilios sin que la ayudase prácticamente nadie. Sin embargo, en caso de emergencia, podía recurrir a su amiga y álter ego, la señora Violet Butterfield, que también era viuda y señora de la limpieza, y que tendía a interpretar lúgubremente todo lo que pasaba en la vida siempre que se daba la ocasión.
    Como es natural, la señora Butterfield, que era tan corpulenta y recia como flaca y frágil parecía la señora Harris, tenía una clientela propia, que afortunadamente también estaba en el mismo vecindario. Pero entre ellas siempre se ayudaban con una pizca de trabajo en equipo si surgía la necesidad
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    Aunque sus personalidades eran tan distintas como el día y la noche, eran amigas constantes, cariñosas y fieles, y cada una consideraba que cubrir la ausencia de la otra formaba parte de sus obligaciones en la vida. Una amiga era una amiga, y punto. El semisótano de la señora Harris estaba en el número 5 de Willis Gardens; la señora Butterfield vivía en el número 7, y era raro el día en que no se vieran o se visitaran para contarse noticias o confidencias
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    Curiosamente, a pesar de su sagacidad y de su capacidad para calar a las personas, la señorita Penrose era la preferida de todos los clientes de la señora Harris.
    La joven, cuyo verdadero nombre, como había descubierto la empleada al fijarse muy por encima en algunas cartas que a veces llegaban con tal destinatario, era Enid Snite, vivía con gran desorden en un apartamento de un antiguo establo reformado
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    Pero precisamente haber atisbado hasta cierto punto lo que había detrás de la fachada de la señorita Snite era lo que llevaba a la señora Harris a no abandonarla, porque entendía el intenso, desmedido y ansioso deseo de la joven de ser algo, de ser alguien, de elevarse por encima de lo anodino de la lucha diaria, y de conseguir algunas de las cosas buenas de la vida
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    Respetaba la batalla solitaria que la chica libraba, le consentía los caprichos, la mimaba, y aceptaba que la tratase de un modo que no le habría permitido a nadie más
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    Todo había comenzado unos años antes, aquel día que, mientras cumplía con sus obligaciones en casa de lady Dant, la señora Harris había abierto un armario para ordenarlo y se había encontrado dos vestidos colgados en el interior. Uno de ellos era toda una monada de tonos crema y marfil, de raso y encaje; el otro, una explosión de satén y tafetán carmesí, adornado con grandes lazos rojos y una enorme flor también roja. Dejó de moverse, como si se hubiera quedado sin habla, porque en toda su vida nunca había visto algo tan emocionante ni tan bonito
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