Martín Luis Guzmán

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    la conclusión a que creyó llegar departiendo con Axkaná González sobre los fundamentos de la conducta. «Si es lícito —había dicho en resumen— aceptar y producir dolores presentes en vista de satisfacciones o alegrías futuras, también ha de serlo el procurarse los placeres de hoy a cambio de los sufrimientos de mañana. Unos escogerán lo uno; otros, lo otro, y acaso todos, al hacer balance, resultemos parejos.»
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    que yo no soy quien busca a Ignacio para estos asuntos, sino a la inversa: él quien me busca a mí. ¿Lo oyes? Él a mí. Ahora, que al hacerlo, la razón le sobra: ésa es otra cuestión. Muy grande imbécil sería si, desperdiciando sus oportunidades, se expusiera a quedarse en mitad de la calle el día que haya otra trifulca o que el Caudillo se deshaga de él por angas o por mangas. Pero, vuelvo a decírtelo: ¿para qué te sirve toda tu filosofía, la tuya y la de los libros que dicen que lees? ¿Te imaginas que se hace solo el dinero que éste gasta? Pues ¿de dónde crees que sale todo lo que Ignacio despilfarra con sus amigos, incluyéndonos a ti y a mí? ¿Supones que se lo regalan
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    El alma de Axkaná era evocativa, soñadora; por un momento voló también, y su vuelo, a influjo de la perspectiva que lo inspiraba, fue un poco azul y quimérico, un poco triste como la mancha gris del Castillo sobre la regia pirámide de verdura.
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    —Yo le aseguro a usted —le decía— que Aguirre, en este caso por lo menos, es sincero. Se da cuenta de que puede ser candidato; no duda de que, empeñándose, su triunfo estaría seguro, porque él mismo dice que Hilario Jiménez, sin popularidad, no sirve ni para candidato de los imposicionistas. Pero sabe también que, de aceptar, iría derecho al rompimiento con el Caudillo, al choque con él, a la guerra abierta contra el mismo que hasta aquí ha sido su sostén y su jefe, y eso ya es otra cosa. A su amistad y agradecimiento repugna el mero anuncio de tal perspectiva. Respetemos sus escrúpulos.

    —¡Agradecimiento! En política nada se agradece, puesto que nada se da. El favor o el servicio que se hacen son siempre los que a uno le convienen. El político, conscientemente, no obra nunca contra su interés. ¿Qué puede entonces agradecerse?
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    —Como que lo estoy viendo. En política no hay más guía que el instinto, y yo, por instinto, sé que Aguirre no es sincero cuando rechaza su candidatura. Sé más todavía: sé que pronto ha de aceptarla, aunque no tan pronto que sus negativas de ahora, falsas como son, no nos debiliten. Y eso es lo que más me indigna.

    Axkaná no creía en el instinto, sino en la razón; pero así y todo no dejaba de comprender que Olivier Fernández iba a lo cierto en sus vaticinios: Aguirre, al fin y al cabo, aceptaría. Él, sin embargo, por menos instintivo, por más generoso, llegaba al fondo mismo de las cosas. Comprendía que Aguirre, aunque aceptara después, procedía ahora sinceramente cuando rehusaba
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    Entonces entendió Axkaná, mejor que nunca, el alma de sus amigos; comprendió por qué ellos no consideraban completa su vida —siendo ministros o generales o gobernadores, dueños de los destinos políticos de todo un pueblo— sino con el roce cotidiano del libertinaje más bajo. Vivían, o podían vivir, como príncipes; tenían de amantes, o podían tenerlas, a las más hermosas mujeres que el dinero compraba. Pero nada de eso les brindaba bastante sabor. Les hacía falta lo otro: la inmersión, acre y brusca, en el placer de lo inmundo.
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    —Quería hablarle dos palabras a propósito del enredo electoral.

    El Caudillo tenía unos soberbios ojos de tigre, ojos cuyos reflejos dorados hacían juego con el desorden, algo tempestuoso, de su bigote gris. Pero si fijaban su mirada en Aguirre, nunca faltaba en ellos (no había faltado nunca, ni durante las horas críticas de los combates) la expresión suave del afecto. Aguirre estaba ya acostumbrado a que el Caudillo lo mirara así, y ponía en eso tal emoción que acaso de allí nacieran, más que de cualquier otra cosa, los sentimientos de devoción inquebrantable que lo ligaban a su jefe. Con todo, esta vez notó que sus palabras, mencionado apenas el tema de las elecciones, dejaban suspensa en el Caudillo la mirada de costumbre. Al contestar éste, sólo quedaron en sus ojos los espurios resplandores de lo irónico; se hizo la opacidad de lo impenetrable.

    —Lo escucho —dijo.
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    Entre la ideación de sus oyentes y la de él había abismos: abismos de tiempo, de clase, de cultura. Mas no importaba eso. Como si las ideas constituyeran tan sólo el elemento inerte en la comunicación de los seres humanos, por sobre las ideas, o por debajo de ellas, la llama de lo que Axkaná quería y sentía en aquel instante prendió de súbito en lo que a su influjo quisieron y sintieron entonces los hombres humildes que lo estaban oyendo
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    A cada hombre le daban algo del montón de comida que había sobre las tres mesas: en la primera, un taco de barbacoa; en la segunda, un taco de guacamole, y en la última, un taco de frijoles. Luego se señalaba a los manifestantes el sitio donde podían recibir, si las pedían, más tortillas; y más allá, en torno de unos barriles, les daban de beber. Todo ello, ni muy suculento ni muy abundante; pero junto a la miseria diaria, un banquete
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    ¿Cuál es la riqueza mínima que garantiza la libertad de un ciudadano en México? Por lo menos la que yo tengo ahora: de quinientos mil pesos a seiscientos mil, que es lo que todo mexicano disfrutaría de no impedírselo el pequeño grupo de reaccionarios que lo explotan.
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