HEDMAN JOHANNA

Le parece como estar hablando de una persona mítica que alguna vez pudo existir pero que ahora carece de contornos. Él ya no puede imaginar la vida cotidiana de Thora: qué desayuna, cómo se viste, qué piensa antes de quedarse dormida. En alguna ocasión puede tener una idea de lo que hubiera opinado ella de alguien o de algo, pero esto suele ser en ocasiones absolutamente triviales, como cuando tiene una reunión con algún colega y lo único que se le ocurre es que Thora notaría el corte demasiado holgado de los pantalones del colega, que la camisa es demasiado larga y los zapa­tos demasiado informales para una oficina.

Ya de niño me había dado cuenta con una claridad sorprendente de que era muchas personas a la vez; que la persona que yo era con mi madre era distinta de la que yo era cuando estaba con mi padre, que era una persona distinta a la que yo era con mis amigos e incluso, con mis amigos, era varias personas diferentes. Pequeños matices significativos que me proporcionaban una especie de seguridad. Nadie podía describir mi vida en su totalidad y yo consideraba eso como una prueba de libertad. Al mismo tiempo, existían profundas grietas entre las diferentes partes, y, a veces, la idea de que alguien lo descubriera y pudiera hurgar en los puntos débiles, palpar las contradicciones y tirar por tierra el edificio, me causaba mucha ansiedad.

Como puestos de avanzadilla, inconscientes de esa comodidad, la gente estaba sentada en las terrazas de las cafeterías con cochecitos de bebé y ordenadores portátiles almorzando y tomando café recién molido.

los libros representaban los pensamientos de otra persona, tan tortuosos como los míos.

Y cuando August me escribía expe­rimentaba una sensación de vértigo ante sus pensamientos, como si me encontrara al borde del precipicio donde termina­ba yo y observaba la zona fronteriza donde comenzaba la consciencia de otra persona.

Nos percatamos de nuevas formas de besarse y acariciarse, nuevas posturas preferidas, era como si estuviéramos rastreando y catalogando a cada uno de nuestros amantes respectivos, y nos preguntábamos entre risas quién nos había enseñado a hacer esto o aquello.

Mi objetivo no era ganar; tan solo quería descubrir algo nuevo, ser sorprendida, estimulada. Quería presionar y sentir que alguien oponía resistencia.

Era consciente de que varios de los amigos de August exageraban su acento sueco al hablar inglés, una forma de irreverencia contra la supremacía del mundo anglosajón que a mí me parecía ridícula, pero que August defendía.

Nos fotografiamos los unos a los otros, fotografías que pensé que miraría más tarde —en una semana, en un mes, en diez años— para recordar una especie de felicidad esquiva que revoloteaba dentro de mí como un animalito que se alejaría corriendo si no tenía cuidado.

sin poder ocultar mi fascinación ante la posibilidad de vivir sin desvivirse por hacer una carrera exitosa, tener una vivienda más grande o más cosas.