Alex Espinoza

Cuando tu identidad está prohibida, hay una necesidad más allá del deseo físico, una necesidad humana de ser quien eres realmente tan solo durante un momento. Durante siglos, y en todos aquellos lugares donde la población LGTB todavía es perseguida, la única manera de satisfacer esta necesidad era a través del cruising.

Y quizás es esa dicotomía lo que más nos atrae: la idea de que la muerte y el sexo están inextricablemente unidos. El cruising nos recuerda la conexión inherente que existe entre ambos. En estos espacios precarios muchos de nosotros encontramos consuelo, un cierto sentimiento de pertenencia, camaradería con otros hombres como nosotros.

«La gente no entiende el motivo que rige el cruising para los hombres gais, pero no tiene nada que ver con la necesidad. Y eso es algo que creo que la gente heterosexual no entiende»82. Este intercambio ilustra uno de los aspectos más importantes del cruising. Para los hombres gais, es algo que puede ocurrir en el exterior, un intercambio equitativo entre desconocidos que no tiene que provocar vergüenza y que no tiene que ser codificado de ninguna otra manera.

En países como Rusia o Uganda —conocido como el sitio más peligroso del mundo para ser gay—, el acto del cruising moderno, con su huella digital, puede ser una sentencia de muerte.

Espero despejar las ideas equivocadas y los mitos asociados al cruising. El cruising ha facilitado una salida segura a la exploración sexual. Está desprovisto de las dinámicas de poder que infectan las interacciones heterosexuales y existe fuera de las jerarquías tradicionales. El verdadero cruising permite a la gente establecer las condiciones de su deseo y que todos salgan satisfechos. Está basado en la igualdad.

El cruising es inherente a la igualdad, a dos personas que reciben exactamente lo que quieren del otro y que después se marchan

El arte cinematográfico tiene el mismo propósito que las otras artes: la representación del pensamiento, las emociones y la experiencia del ser humano, apelando al alma a través de los sentidos.

Sentado allí, con esas libretas desplegadas ante mí como cartas de póker, con sus portadas impresas en colores brillantes, cada una de un año diferente, me pareció desafiante que un directorio destinado a un consumidor que se oculta estuviera tan dispuesto a llamar la atención, que un libro que anuncia un acto tan subversivo como el sexo anónimo en público fuera tan valiente.

Tearoom también consigue capturar una fascinante representación interseccional del Medio Oeste durante principios de los años 60, donde hombres de clase media y baja, blancos y negros, jóvenes y viejos, delgados y gordos, quedan, se lían y se van.

Tampoco era todo política y activismo. La industria del cine había abordado abiertamente la «cuestión gay» en La calumnia (The Children’s Hour, 1961) y La zorra (The Fox, 1967). La película de 1970 de William Friedkin Los chicos de la banda (The Boys in Band) retrató a los hombres homosexuales como algo más que seres humanos psicológicamente heridos y desdichados. (Friedkin guardaría esa representación para su desastrosa película de 1980 A la caza).