Bernardo García

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    Cuando el lector curioso pincha sobre el dibujo para saber qué es, se hace automáticamente una búsqueda de las palabras que lo explican (como “solsticio de verano”) y Google le devuelve los resultados correspondientes ordenados según su criterio. Es posible que, llegado el verano, un medio tenga preparada una información sobre el solsticio, pero es casi seguro que no tendrá nada previsto para celebrar el 151 aniversario del nacimiento de Wilbur Scoville. Sin embargo, si Google ha hecho un doodle sobre tan magno acontecimiento, se puede deducir que cientos de miles de internautas intrigados pincharán en él para saber qué significa ese dibujo. Y la conclusión será que escribir un artículo sobre el tal Scoville y posicionarlo bien en la lista de respuestas del buscador dará muchísimo tráfico.
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    Los periódicos necesitan tanto Google como Facebook para llegar al mayor número posible de lectores, y para lograrlo deben seguirles en un juego cuyas reglas han diseñado estas plataformas. Han desarrollado, incluso, formatos en los que el lector consulta directamente la información en su site: la experiencia de usuario es estupenda porque tienen en su mano la mejor tecnología, pero la pérdida de control por parte de los periódicos de su propio producto resulta evidente.
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    Son gigantes a los que no se puede ignorar, que por un lado contribuyen enormemente a la distribución de las noticias y, por el otro, han generado en los medios una enorme dependencia y les disputan la tarta publicitaria desde una situación de enorme superioridad.
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    El periodista del siglo XXI no tiene por qué hacer caso a los caprichos de Google, naturalmente, ni obsesionarse con el algoritmo de Facebook; aunque sí es su obligación conocer –en la medida de lo posible– esos caprichos y esos algoritmos para llevar sus noticias al máximo número de lectores sin traicionar las reglas del oficio.
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    Randolph Hearst ha pasado a la historia como uno de los creadores de la prensa amarilla. De amarillo vestía un popular personaje de un cómic que publicaba su periódico (y también The New York World, de su gran rival Joseph Pulitzer) y yellow también significa ‘cobarde’ en inglés. Se trata de esa prensa que publica información sensacionalista, magnifica los escándalos, emplea titulares alarmistas, se rinde a las pseudociencias y no tiene problema en difundir noticias poco contrastadas e incluso falsas.
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    Una triquiñuela que aumenta sistemáticamente el número de clics es no usar nunca una cifra redonda. Si titulamos “Las 10 razones por las que Trump podría ser un agente ruso” causamos la impresión al lector de que hemos estado buscando motivos hasta llegar a ese número exacto: diez. En cambio, si las razones son diecisiete, veintitrés o treinta y cuatro el mensaje subliminal que estamos enviando es que esa, y solo esa, es la cifra necesaria. Ni más ni menos.
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    La tecnología hizo posible que el volumen de audiencia se tradujera directamente en más publicidad, y esta, en más ingresos fácilmente calculables a partir de un parámetro llamado CPM (coste por mil impresiones). Si el CPM de un periódico es de 10 euros, eso quiere decir que por cada mil páginas vistas (mil artículos vistos o un artículo visto mil veces) el medio ganará 10 euros en publicidad. En principio da igual que el lector pase un segundo viendo una foto banal de un gato relamiéndose el bigote o diez minutos enfrascado en un reportaje de investigación exclusivo en el que un reportero se ha jugado la vida en Siria. Todos los clics valen lo mismo.
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    Gran parte de las trapacerías que se cometen en los medios de comunicación tienen que ver con este fenómeno. Hay que atraer la atención del lector como sea porque el único horizonte de supervivencia que ven muchos periódicos es aumentar la audiencia para conseguir más publicidad. En esas circunstancias crece la tentación de forzar un titular para prometer algo que quizá el lector no encuentre dentro, de darle un misterio innecesario, un giro sensacionalista o de vender directamente un contenido escandaloso. En resumen, de bajar los brazos y rendirse ante la tiranía del clic.
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    De pronto, con la llegada de internet todo se volvió medible. Los lectores que tenía cada noticia. Desde dónde se conectaban y con qué dispositivo. El tiempo promedio que pasaban leyéndola. E incluso el lugar exacto del artículo en el que la mayor parte de ellos abandona la lectura. Algunos de esos datos se hicieron públicos, como la lista de noticias más leídas, y generaron desconcierto en las redacciones.
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    Ya no solo nos enfrentamos al desafío de las noticias falsas, también a la posibilidad de que lo falso sean sus autores.
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