Julien Gracq

  • Talia Garzaalıntı yaptıgeçen ay
    En aquel entonces, durante la Ocupación alemana, viajaba casi todas
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    las semanas desde V. hasta A. en el autocar, destartalado, abarrotado y con olor a cerrado, que aún las unía, y, estando de pie, igual que casi siempre, en el pasillo, en el que los viajeros íbamos hacinados como sardinas en lata, era raro que, pasado el adoquinado, lleno de baches, del pueblecito de G., un secreto rapto de curiosidad no me hiciera agachar la cabeza para mirar a través de la empañada ventanilla con el fin de atisbar, en un recodo de la carretera, la desembocadura, que ahora conozco tan bien, de una honda vereda, el robledal y el mojón blanco desde el cual comenzaba la visión del paisaje más repulsivo, desolado y de lúgubre uniformidad que creo haber visto en mi vida.
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    En resumidas cuentas, apenas si era eso que en Poitou habrían llamado barzal, una enmarañada superficie de arboledas de robles y castaños desmedrados que primero ascendía por una suave cuesta desde la carretera y luego, más allá de una hondonada muy abierta, se elevaba hacia el horizonte por una pendiente más acusada, hasta llegar a una línea de rocas de arenisca blanquecina que acababa por romper la fina película del suelo
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    Un erial, el erial, eso sí, más rebelde al hacha, el más abandonado que se pueda imaginar
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    aquello era un baldío de lo más miserable y malsano, una tierra yerma de la que la mirada se habría apartado como si de una sanies se tratara de no haber sido por el inesperado edificio, acaso a unos trescientos o cuatrocientos metros de la carretera
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    aquello era un baldío de lo más miserable y malsano, una tierra yerma de la que la mirada se habría apartado como si de una sanies se tratara de no haber sido por el inesperado edificio, acaso a unos trescientos o cuatrocientos metros de la carretera, que amedrentaba a aquella fronda calcárea y nocturna como si fuera una bestia pesada acechando, solapada y avizora, en mitad de aquellas soledades
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    diríase que era el lugar de cita predilecto de un Cazador Negro, la casa donde uno elegiría ahorcarse, un refugio para la más funesta viudedad.
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    ameno paisaje de unos sembrados, y el rumor de las voces campesinas, que siempre se apagaban al pasar por aquellas landas ociosas, parecía adquirir un tono más alto
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    Una tarde de noviembre, el autocar me dejó en la carretera, a una legua de G. El tiempo estaba fresco y lluvioso; declinaba el día. Me aguardaba una jornada
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    de escasa actividad y necesitaba despejar las dudas sobre el extraño hechizo que ejercía sobre mí aquel bosque sin alegría.
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