Solvej Balle

Cuando estamos lejos el uno del otro, procuramos evitar que nuestras conversaciones telefónicas se alarguen. No solo porque, en caso contrario, nos veríamos inmersos en un diálogo pormenorizado acerca del estado de los libros, años de publicación, ilustraciones o fijación de precios, sino también porque dichas conversaciones contribuyen a subrayar la distancia que nos separa.

Aquella sensación súbita de comunión inexplicable, la perplejidad al encontrar al otro –esa persona que lo transforma todo en algo sencillo–, una sensación de calma y de vorágine al mismo tiempo

Nuestro amor ha pertenecido siempre al ámbito microscópico. Hay algún componente de las células, algunas moléculas o compuestos que, fuera de nuestro control, se combinan por su cuenta en el aire circundante, ondas sonoras que forman armonías únicas cuando hablamos. Ocurre en el nivel atómico o de partículas todavía más pequeñas. No nos separan abismos ni distancias. Es algo muy distinto, una especie de vértigo en las células, alguna forma de electricidad o magnetismo, o puede que sea de tipo químico, no lo sé. Se trata de algo que nace en el espacio que media entre los dos, un sentimiento que se intensifica cuando nos encontramos en mutua compañía. Tal vez constituyamos un sistema meteorológico con su condensación y evaporación: estamos cerca, nos miramos, nos rozamos, nos condensamos, nos juntamos, hacemos el amor, dormimos, despertamos y volvemos a nuestra singular relación, un pacífico sistema meteorológico sin catástrofes naturales.

Mejor dicho, un sistema meteorológico que hasta el dieciocho de noviembre no había registrado cataclismos.

La evocación de instantes como esos provoca que, algunas veces, me levante y vaya a la puerta que comunica con la entrada. Sin embargo, no llego a abrirla, porque, justo entonces, pienso que primero habré de explicar mi presencia e informar de 122 días hasta ahora, que de nuevo veré el desasosiego en la mirada de Thomas y tendré que añadir de inmediato que no hay muertos ni heridos, que únicamente se ha roto el tiempo; por eso me detengo a pesar de todo y permanezco aquí dentro

Era dieciocho de noviembre por cuarta vez y en aquel momento ya supe que aquel día tampoco iba a permanecer en su recuerdo.

Vivíamos en dos tiempos diferentes, simplemente eso. Eran dos tiempos cuyos márgenes se habían desbordado. Y en algún punto los ríos se encuentran y corren juntos. Algo así como una especie de Mesopotamia del tiempo, donde Éufrates y Tigris no son sino dos maneras distintas de nombrar el agua. Nos encontrábamos a gusto en Mesopotamia.

Ahora recuerdo esos días como los más felices que haya vivido jamás. Me sentía amada. Me sentía amada en el sofá del salón y sobre el suelo. Me sentía amada en la cama y cuando nos sentábamos a cenar a la mesa por las noches.

Quería una luz matutina grisácea y un día que comenzase sin tiempo, sin memoria ni proyectos, pero eso ya no era posible. Unas pocas notas de un pájaro en noviembre, una habitación bien definida y un día que no se puede detener.

Leímos acerca de percepciones del tiempo paratácticas y cronometría variable, encontramos descripciones de fracturas temporales y recurrencias cronotóxicas. Examinamos teorías sobre universos paralelos, mundos múltiples y estructuras temporales relativas.