Israel Hernández

—Las cosas buenas que uno hace no compensan las malas, ¿sabés? Pero ayudan a no perderse. Ser fiel es la única forma de ganarle a la culpa.

Ahora, al recordarlo, me doy cuenta de que, cuando uno llega a cierta edad, no recibe un diagnóstico, sino una condena

Ikigai, así lo llaman los japoneses. No se puede traducir en una sola palabra, pero quiere decir algo muy sencillo: tener un objetivo en la vida. Una pasión. Un motor que te impulse, que te mueva, que te tire para adelante. Hay gente que pasa toda la vida sin descubrir su ikigai.

La sensación era hermosa, pero volver a la realidad dolía, la angustia de saber que la belleza era algo tan lejano me impedía cerrar los ojos.

Porque yo no quería dormir.

Yo quería soñar.

Y cuando la veías, cuando la escuchabas, cuando la sentías, te dabas cuenta de que tenías que tomar partido: o estabas de su lado o con el resto del mundo, contra el que ella iba a pelear sin la certeza de una victoria, pero con la seguridad de que en esa lucha se escondía la grandeza.

Me pregunto: si éramos tan distintos, ¿por qué me enamoré de ella?

Me respondo: me enamoré porque era tan distinta a mí.

Estemos juntos, Celina. De la forma que sea, ¿eso qué importa? Que pase lo que tenga que pasar. Nosotros sigamos en la lucha, que lo demás se va a dar cuando tenga que ser.

Desde ese día, por momentos éramos amigos, por momentos, novios y, como a ninguno le interesaba otra persona, fuimos felices. Los demás hacían sus comentarios, nosotros los alimentábamos, caminábamos, conversábamos, permanecíamos en silencio, nos reíamos, discutíamos, nos amábamos.

se enamoró. No de una uruguaya, claro, se enamoró de la librería, de los libros, de los clientes. Descubrió su ikigai.

Todos imaginan que robar es apuntar a una persona con un arma, algo violento y cruel. Pero esa tarde, mientras me resquebrajaba casi sin darme cuenta, entendí que uno puede hacer algo muy malo sin saber cómo nombrarlo. Porque hasta ese momento, jamás me había considerado un ladrón, pero la palabra me había caído como una etiqueta insoportable que tapaba todo lo demás. Mi ikigai, mi razón de ser había muerto, sepultada debajo de la realidad: yo no era lo que quería ser, ni siquiera lo que podía ser; yo era lo que era.

La vergüenza es contradictoria: te quema por fuera, te congela por dentro.