Isidoro Reguera

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    Por regla general, los miembros de las naciones históricamente agitadas no tienen en cuenta la idea de que sus historiadores son, a la vez, sus tanatólogos. Por su profesión, los tanatólogos son los mejores teólogos: apoyándose en un punto de partida local, adoptan de forma anticipada la perspectiva de Dios en el fin del mundo y al final de la vida. Por regla general, los historiadores no se dan cuenta de que, en tanto en cuanto recuerdan comienzos tempranos, también ejercitan, de modo indirecto, la perspectiva del fin.

    Desde el punto de vista de Dios, la historia no es otra cosa que el procedimiento para convertir lo que todavía-no-ha-sido en algo que ha sido. Solo cuando todo ser haya llegado a ser sido, el «Dios omnisciente»3 de la metafísica clásica habrá llegado a la meta. Solo cuando sea seguro que ya no va a suceder nada nuevo, puede Dios deshacerse del predicado, al principio fascinante, y más tarde comprometedor, de «omnipotencia», que se ha ido haciendo progresivamente embarazoso y superfluo. En el fin real de la historia no hay nada que crear ni nada que mantener. Todo lo que es está ahí en razón de lo que va a ser al final. El asunto de la creación se cierra. El Dios-fin se envuelve en el manto de la omnisciencia: en cuanto al saber devenido total por parte de la creatividad (o del «acontecer»), ya no se le asigna tarea alguna. Dios abraza con su mirada el universo en su totalidad. Contempla con sosiego a través de todo lo que fue.

    El momento de esa omniabarcante contemplación retrospectiva se llama en la tradición veteroeuropea «apocalipsis». Esto quiere decir, en sentido estricto, la puesta al descubierto de todas las cosas a partir del final. Cuando todo está acabado, todo se vuelve transparente.
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    Pero, solo cuando todo esté muerto de hecho —ya sea de antemano o en un momento dado, oportuno o inoportuno—, todo lo que estaba determinado a la existencia será liberado de la coacción del devenir y del cambio. Si hubiera que decir en una frase lo que la metafísica clásica tenía en mientes, sería: quiso convencer al mundo para que participara en la quietud de la omnisciencia de Dios. Para ello sirvieron, entre otras cosas, las doctrinas estoicas y cristianas de la providencia (pronoia, providentia), que habían de proteger, con vistas al futuro, el flanco al descubierto de Dios.
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    En el punto de encuentro de la voluntad y la manifestación se configura el mundo como proyecto y empresa. No fueron los comerciantes y navegantes los responsables de la reforma y transformación del mundo en conjuntos de proyectos, sino que los pensadores revocaron la parálisis metafísica del futuro. Por eso a figuras como Schelling, Hegel, Bergson, Heidegger, Bloch y Günther, y quizá [pese a ser muy anterior] también al Cusano, les corresponden lugares eminentes en el panteón de la filosofía «contemporánea». Estos autores fueron los primeros que acabaron con el desalojo del tiempo y del cambio del ser. Dinamitaron la carcasa muerta de la ontología en tanto en cuanto colocaron el tiempo y el novum en lo más profundo del ser.
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    Desde que el Uno echó a un lado a los demás, dormitan los dioses en el exilio. Y, sin embargo, los teólogos oficiales creen, antes como ahora, haber proporcionado el mejor servicio al mundo al hacer dependiente a una gran parte de la humanidad de un Dios escindido en sí mismo, cuya unicidad se consiguió con un buen enmascaramiento de la incompatibilidad de sus propiedades supremas.

    En su celo suprematista, los teólogos religiosos se habían empeñado en revestir a Dios con los dos atributos más resplandecientes a la vez: omnipotencia y omnisciencia8. No tuvieron en cuenta que con la proclamación de esas dos propiedades de manera simultánea implantaban una contradicción efectiva de naturaleza altamente explosiva en lo supremo: o bien Dios es todopoderoso y entonces su voluntad creadora permanece libre en cualquier tiempo futuro para lo nuevo y nunca puede ser reflejada, sino a posteriori, por su saber; o bien es omnisciente y entonces tendría que haber consumido ya todo su poder creador; solo así podría mirar de forma retrospectiva al universo del ser-sido en un eterno fin de jornada.

    El pensamiento veteroeuropeo necesitó milenio y medio para poner en marcha la contradicción que encerraba el concepto monoteísta de Dios. La puesta de relieve de la contradicción tanto tiempo encubierta se malentendió la mayoría de las veces como crisis de fe de la Edad Moderna. En realidad, el poder y el saber, tanto en lo relativo a lo superior como a lo inferior, huyeron el uno del otro y se configuraron de nuevo. Pero, mientras que la teología cristiana más reciente, la protestante sobre todo, se decidió por la apertura al futuro de la Modernidad y se las ha arreglado más o menos calladamente con la pérdida de la omnipotencia de Dios9
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    El desvanecimiento como tal no tiene por qué ser fatal18. Tal como demuestra el presente, un dios puede recuperarse de la palidez si la coyuntura es favorable, aunque la mayoría de las veces en una coloración dudosa. En lo esencial, el desvanecimiento es irreversible porque la civilización moderna genera tanta luz artificial por su arte, su ciencia, su técnica y su complejo de medios que la luz de Dios parece mortecina a su lado. Solo se puede dejar que brille los domingos y fiestas, cuando se apagan las máquinas de luz artificial.
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    Fichte el que en su obra tardía introdujera lo impersonal en el yo; en principio, se necesita efectivamente un yo para que se pueda pensar, pero tras del yo, que conozco inmediatamente porque yo lo he establecido, se revuelve un yo que no conozco y que me utiliza como su ojo, por así decirlo. El yo desconocido, que mira a través de mí, se llama Dios. Dios es la voluntad de contenido, la voluntad de no-esterilidad, la voluntad de no-agotamiento-en-la-autorreferencia-vacía; en una palabra, la voluntad de mundo).
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    Con esta tesis se proclama poéticamente algo que trescientos años después se interpretará filosóficamente: que ser y ser-visto convergen. El malestar en la cultura no solo proviene de la obligada renuncia al instinto, sino que surge más aún de la carga por la mirada del otro poco amable. El ser humano no puede devenir lo que es o quien es si no se desarrolla ante los ojos de observadores. La existencia implica un test permanente respecto a si uno puede dejarse ver.
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    En el universo del Génesis (como en la mayoría de los mitos de la creación, que conocen un demiurgo, un maker, un primer autor) el summum de la reflexión reside en la inteligencia divina, que puede lo que quiere, y quiere lo que sabe. Las inteligencias individuales humanas son préstamos en porciones sacados del fondo de la inteligencia total. Esos regalos le serán devueltos al creador en la muerte de las criaturas. El mito del Juicio Final entraña la lógica de un contrato de préstamo: al retomar el alma prestada se examina si se devuelve completa y sin daño. En caso contrario, el prestamista ejecuta su venganza en los muertos que devuelven su alma dañada, deformada u oscurecida.

    Se entiende por sí mismo que dentro del esquema clásico de transacciones entre Dios, el alma y el mundo ninguna otra inteligencia adicional puede caber en el mundo. Tampoco ello parece necesario, puesto que Dios, desde la riqueza insuperable de su estructura, ha dado ya a la creación, a la naturaleza, tanto orden como necesita para su existencia. Tampoco el ser humano, animado con inteligencia, puede configurar el mundo con mayor sensatez de la que goza por su configuración originaria. Por eso siente el mundo a menudo como un «mundo exterior». Es su inquilino, no su transformador. Dentro de ese patrón metafísico, se establece una relación reflexiva exclusivamente entre Dios y el ser humano. El dador de inteligencia llama a las almas a la existencia y les concede suficiente revelación para introducirlas a la creencia en él; por lo demás, los seres humanos viven «en su tiempo» y tras el vencimiento de dicho tiempo devuelven su inteligencia animada, a las puertas de la muerte. Recordemos otra vez la sutil expresión francesa rendre l’âme. También los cantos de iglesia protestantes saben, a su manera, que el mundo no es «mi verdadero hogar»19
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    Al final, Dios no gana nada con todo esto, y los seres humanos, si han vivido de manera problemática, se arriesgan a la condenación. Bajo el clásico esquema de la relación entre Dios y las almas resulta impensable un flujo de inteligencia hacia el mundo. Bajo estas premisas, la humanidad posbabilónica, dispersa en culturas particulares, jamás conseguirá otra cosa que producir vástagos suficientemente parecidos.

    En este punto se hace valer la objeción de la Modernidad a la metafísica clásica. Debido a la naturaleza del asunto, esta objeción ha de adoptar la forma de una interpretación alternativa de la muerte. No se puede descartar que el ser humano «devuelva el alma» al morir, pero el supuesto de que al mundo no le afecte la salida de él de un alma inteligente no corresponde ya a la experiencia de seres humanos simbólica y técnicamente activos en las civilizaciones superiores.

    De hecho, se mire por donde se mire, los seres humanos han actuado universalmente como animales teopoiéticos. No obstante, por mucho que invirtieran en sus creaciones de dioses, precisamente por su furor teopoiético se manifiestan como seres vivos que erigen monumentos. En las altas culturas se comportan como productores que llenan con materiales el «vestíbulo de la conciencia»; actúan como coleccionistas de cosas memorables (tanto sagradas como profanas); funcionan como administradores de «posesiones de cultura» y como guardianes de patrimonios. Estas constataciones en modo alguno son compatibles con la idea básica de la tanatología clásica, según la cual el ser humano devuelve en la muerte su alma a Dios sin descuento alguno. Más bien parece que, en la medida en que se hace «creativo», el ser humano consigue la competencia de dejar atrás en el mundo algo de su alma inteligente. Es verdad que se devuelve en la muerte a «sí mismo», pero no pocas veces ha creado a la vez una «obra», que el mundo conserva y puede convertirse en el mismo en punto de partida de nuevas creaciones y legados renovables.
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    El fenómeno del «ocaso de los dioses», pues, no tiene prácticamente nada que ver con fatalidades trascendentes en el terreno de Dios. Afecta exclusivamente a la relación entre las inteligencias creadoras y el mundo. Si se quiere forzar más el concepto de destino, este concerniría al hecho de que las altas culturas entran en el efecto retroactivo de su creatividad. Mientras más avanza en ellas la acumulación de los efectos artificiales —y mientras más se someten esos efectos a la ley de la autointensificación (en terminología cibernética, al feedback positivo)—, con mayor intensidad se hace ostensible el eclipse de la naturaleza por parte de la cultura, y más imparable se vuelve el desvanecimiento de los dioses.

    No es en absoluto casual que los piadosos hayan desconfiado desde siempre de las grandes ciudades como si de focos de ateísmo se tratara. Hacían bien en desconfiar, pues el habitante de la ciudad está rodeado continuamente de muestras del espíritu y de la fuerza de configuración puramente humana del entorno. Desde los días del Tanaj (el Antiguo Testamento de los cristianos) el nombre de Babilonia representa la feria de las vanidades. El entorno artificial de la ciudad remite a sus habitantes más a sí mismos y a las ambiciones arquitectónicas de sus antecesores que a las obras de los dioses o de Dios. El hecho de que metrópolis como Jerusalén, Roma o Benarés hayan sobrevivido como ciudades sagradas demuestra simplemente cómo ciertas élites sacerdotales consiguieron mistificar sus ciudades como teatro de pruebas arquitectónicas de la existencia de Dios. En Chicago, Singapur o Berlín y otras aglomeraciones urbanas del planeta, una maniobra de ese tipo habría fracasado a priori.
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