¡Santo cielo, cómo describir lo que vi! No era un hombre vivo. Ninguno de ellos estaba vivo como yo. Una luz lívida y fosforescente, la luz de los fuegos fatuos y la putrefacción, salía de sus horrorosas caras; de sus cabellos mojados por la humedad de las tumbas; de sus ropas manchadas de tierra y cayéndose a jirones; de sus manos, que eran como las de los cadáveres tiesos que llevan demasiado tiempo enterrados. Sólo los ojos, aquellos ojos terribles, tenían vida; ¡y todos aquellos ojos apuntaban hacia mí!