Manuel Delgado

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    Desde otra perspectiva, espacio público también podría ser definido como espacio de y para las relaciones en público, es decir, para aquellas que se producen entre individuos que coinciden físicamente y de paso en lugares de tránsito y que han de llevar a cabo una serie de aco­modos y ajustes mutuos para adaptarse a la asociación efímera que establecen.
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    “Por espacio público me refiero a aquellas áreas de una ciudad a las que, en general, todas las personas tienen acceso legal. Me refiero a las calles de la ciudad, sus parques, sus lugares de acomodo públicos. Me refiero también a los edificios públicos o a las ‘zonas públicas’ de edificios privados. El espacio público debe ser distinguido del espacio privado, en el que este acceso puede ser objeto de restricción legal” (Lofland, 1985: 19; véase también Lofland y Lofland, 1984).
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    Como concepto político, espacio público se supone que quiere decir esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad, evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado. Ese espacio público se identifica, por tanto y teóricamente, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que viven, en tanto se encuadran en él, una experiencia masiva de desafiliación.
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    El espacio público urbano —en cualquiera de sus acepciones— vendría a ser una comarca en la que cada cual está con extraños que, de pronto y casi siempre provisionalmente, han devenido sus semejantes. Se habla entonces de un supuesto escenario comunicacional en que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del entorno. Lo que se distingue ahí se supone que no es un conjunto homogéneo de componentes humanos, sino más bien una conformación basada en la dispersión, un conglomerado de operaciones en que se autogestionan acontecimientos, agentes y contextos. El soporte de ese paisaje son las personas que concurren, que se presume que no funcionan como miembros de comunidades identificables e identificadoras, sino como ejecutores de una praxis operacional fundada en el saber conducirse de manera adecuada.
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    Permanecer en el anonimato quiere decir reclamar no ser evaluado por nada que no sea la habilidad para reconocer cuál es el lenguaje de cada situación y adaptarse a él. Se supone que cada momento social concreto implica una tarea inmediata de socialización de los copartícipes, que aprenden rápidamente cuál es la conducta adecuada, cómo manejar las impresiones ajenas y cuáles son las expectativas suscitadas en el encuentro.
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    Esa desatención cortés —también indiferencia de urbanidad— permite en teoría superar la desconfianza, la inseguridad o el malestar provocados por la identidad real o imaginada del usuario en el espacio público.

    En teoría, ese orden social fundamentado en el extrañamiento mutuo, esto es, la capacidad y la posibilidad de permanecer ajenos unos a otros en un marco tempo-espacial restringido y común, no sólo no obliga a que el otro se presente, puesto que toda relación en contextos de pú­blica concurrencia se establece, como ha señalado Isaac Joseph al reconocer las fuentes de nuestra idea contemporánea de espacio público (Joseph, 1999), a partir únicamente de lo que se hace y de lo que se debe hacer, es decir, a partir de las codificaciones que afectan a las maneras de hacer y a los ritos de interacción. Ese principio de reserva es el que exige reclamar y obtener el derecho a resistirse a una inteligibilidad absoluta, re­ducir toda afirmación de sociabilidad a un régimen de comunicación fundamentado en una vinculación indeterminada, cuyos componentes renuncian, aunque sólo sea provisionalmente, a lo que consideran su verdad personal, a partir de la difuminación de su identidad social y de cualquier otro código preexistente, el privilegiamiento de la máscara, el ocultamiento y el sacrificio de toda información sobre uno mismo que pudiera ser considerada improcedente.
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    teoría política del espacio público —esto es, el espacio público no como lugar, sino como discurso— trabaja a partir de su consideración como ámbito en que cobra dimensión ecológica una organización social basada precisamente en la indeterminación y en la ig­­norancia de la identidad ajena, puesto que lo que cuenta en ese escenario no son las pertenencias, sino las pertinencias.
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    Internet, paradigma de relación reticular, paraíso donde se ha podido hacer palpable por fin la utopía de una sociedad de individuos desanclados y sin cuerpo, en un universo de instantaneidades. También la de la muta o manada, opuesta por definición al rebaño y que se constituye en metáfora perfecta del pequeño grupo hiperactivo que se reúne para actuar.
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    espacio público, entendido como acaecer, como generación de grupalidades en proceso permanente de estructuración, basadas en una conexión flotante, hecha de códigos abiertos, intensidades emocionales, flujos y haces de interactividad recíproca entre individuos; la vida social como activi­­dad situada, es decir, como concatenación y encadenamiento de coaliciones momentáneas entre individuos que definen lo que ocurre a medida que ocurre y enfrentan emergencias problemáticas administrándolas desde una racionalidad cooperativa elaborada desde dentro de cada circunstancia particular.
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    tal y como proponía William I. Thomas en su famoso principio: “Si los individuos definen una situación como real, esa situación es real en sus consecuencias”. Planteado de otro modo, no existe un orden social que tenga existencia por sí mismo, independientemente de ser conocido y articulado por los individuos en el plano tanto mental como práctico. El orden social, en efecto, no es un reglamento declarado, sino un orden realizado, cumplido por interactuantes que se conducen en cada coyuntura como sociólogos o antropólogos naífs que levantan su teoría —es decir, evalúan índices—, y orientan su práctica —esto es, consensúan procedimientos—, obteniendo como resultado las autoevidencias, lo “dado por sentado”, las premisas mudables para cada oportunidad particular que permiten vencer la indeterminación y producir sociedad.
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