Universidad Santiago de Chile

“Yo estoy escribiendo permanentemente y eso va quedando allí. Publicar para mí es difícil. Me cuesta mucho tratar de convencerme y decir este es el libro que tengo que publicar. No tengo que pensar yo en cómo le va a ir a mis libros, no creo que me haría bien”.

La Bandera de Chile es usada de mordaza

y por eso seguramente por eso

nadie dice nada.

Al principio
unos pocos, al rato millares. Todos marchan como
sonámbulos, con horribles quemaduras y los labios
derretidos, pidiendo agua entre montañas de cenizas y
cadáveres. Corro con frenesí, sorteándolos y finalmente
llego. ¿Una eternidad, un segundo, millones de años?
Salvo mi casa, todo lo demás es un interminable desierto
de restos aplanados, como si les hubiesen pasado un
rastrillo, y lo que había sido una calle es ahora apenas un
surco en medio de la planicie infinita.

y es lo sólo ético: ser otro todavía en el hacerlo todo por un otro

indudable que las cosas no comienzan; o no comienzan cuando se las inventa

yo creo que todo el arte es labor y muy ardua.

Novela cuya existencia fue novelesca por tanto anuncio, promesa y desistimiento de ella, y será novelesco un lector que la entienda

Innumerables cosas que no existen se han inventado: hay todo otro mundo de inexistencias

Otra capa de lectura para esos versos emerge al conocer el nombre civil de Elvira Hernández: Rosa María Teresa Adriasola. La que anda sola entonces, es el anverso biográfico de la autora: Teresa la vieja. A diferencia de la totémica tradición chilena, donde los seudónimos o heterónimos son elegidos para borrar nombres propios con poco pedigrí o mala prosodia (Neftalí Reyes: Pablo Neruda; Lucila Godoy: Gabriela Mistral), en el caso de Elvira sucede todo lo contrario. El seudónimo o heterónimo elegido es un nombre excesivamente común en Chile. No suscita atención ni interés particular, no es elegido con afán arribista o como una fórmula de borrar un pasado biográfico precario, sino al revés: subraya lo importante que significa escribir poesía desde la esfera común.

Elías Canetti decía que lo ideal para escribir es tener distintas lenguas. “Una para hablar con la madre y que nunca volviera a hablar luego; una que solamente lea y jamás se atreva a escribir, una en la cual se escriba cualquier cosa (excepto cartas), y una para viajar”