Tres truenos

Desde que vi que vos podías entender que yo te amaba, soy un hombre justo. Nunca amé a otra mujer. Viví para convenirte. No tiene sentido pedirte que entiendas, porque tu amor ya hizo todo.

La verdad es la necesidad injusta de que algo siempre no se pueda.

Él es mi única familia, no sé qué decir, le juro. Si me alejo otra vez, me muero, señor y señora. Es del diablo. Escaparme con él es también del diablo. Sin embargo, señor, señora, escaparse es hermoso y morir es lo único que no tiene remedio.

Esa vez cortamos. Fui tan clara que casi nos entendimos. Me asombra lo que me tranquiliza habérselo dicho. Decir lo que tengo que decir y listo. Me siento de noche a bordar en la casa, porque estoy muy tranquila, después de haber hablado.

O soy y punto, pero me embaracé y tuve que volver, porque no puedo quedar sola. La fertilidad de una mujer es dura. Una se entierra a sí misma en las vidas futuras de sus hijos…

Me asusté de mi secreto, de haber visto por última vez a un niño. Qué terror. Pensé en mi vientre fértil, agotado sin uso. Vi pasar un niño y no lo detuve. Parece que lo perdí. Yo misma, de mi vientre sin uso, lo parí y lo dejé que se muera.

Amaneció sobre nosotros. Todo se nos hizo suave. Se nos desaparecía entre los dedos el rocío. El aire bueno, neblinoso, se quedaba fino, hasta metérsenos adentro de los sacos.

Yo era alta, gris y flaca. Una muchacha rubia. Él nunca me dijo que mi cara era hermosa. Yo supe después. Yo era como un hada gris y flaca, así me dijo una vez un hombre:

Él juró que no estaba prohibido nuestro matrimonio. Yo después me enteré que sí. No fue mi culpa lo que ya habíamos sido. Nos enamoramos cuando estábamos ya casi muertos de hambre.

El hambre era en mí como un arañazo. No me gustaba esperar a que la panza se me rasgara.