La asesina y el señor de los piratas

Calaculla y a Endovier, los campos de trabajo más grandes y famosos del continente, a las minas de sal y de metales.

Sam no podía haber sido tan estúpido como para dejarse matar. Celaena lo… lo… lo mataría si se había muerto.

Sam —murmuró contra su pecho.
—¿Hm?
Celaena se separó de él y dio un paso atrás para zafarse de su abrazo.
—Si alguna vez le cuentas a alguien que te he abrazado… te destripo.

—Si alguna vez vuelves a poner el pie en mi territorio, te garantizo que perderás la vida —guardó silencio un instante y luego murmuró—. Que los dioses ayuden a Arobynn —cogió la pluma—. ¿Alguna otra petición

Celaena lo… lo… lo mataría si se había muerto.

—¿Queréis vos un consejo?
Él agitó una mano invitándola a proceder.
—Meteos en vuestros asuntos.

—Supongo que si vamos a morir, más vale que sea por una causa noble —accedió.

Si sobrevivimos a esto, Celaena —dijo antes de echar a andar por la calle adyacente que conducía a los muelles—, recuérdame que te enseñe a jugar bien a las cartas.

—Algún día —dijo Rolfe en voz muy baja—, alguien os hará tragar toda esa arrogancia —un rayo lejano arrancó un fulgor a sus ojos—. Solo espero estar allí para verlo.

—¿Celaena? —le preguntó Sam en la oscuridad—. ¿Puedo dormirme sin miedo a no despertar mañana?

Ella parpadeó y luego rio por lo bajo. Como mínimo Sam se tomaba en serio sus amenazas. Ojalá pudiera decir lo mismo de Rolfe.

—No —replicó—. Esta noche no.

—Alguna otra pues —musitó él.

Al cabo de pocos minutos, se quedó dormido.