El testamento de María

—Estuve allí. Huí antes del final, pero si queréis testigos, yo lo soy y os digo ahora, cuando afirmáis que redimió al mundo, que no valió la pena. No valió la pena.

Tal vez eso sea propio de los muertos, la ignorancia; no echan de menos el mundo ni saben qué acontece en él.

pasar unos minutos de pie junto a una columna contemplando cómo las sombras se espesan y todas las cosas se preparan para la noche.

Había un encargado de eso, me dijo, un hombre que sabía cómo conseguir que fuera más rápido o más lento, un experto, del mismo modo que había expertos en cosechas y en estaciones, en el mejor momento para recolectar la fruta de los árboles y en el tiempo que tardaría en nacer un niño.

nadie sabía lo que yo sentía ni tenía nada en común conmigo. Me resultaban remotos y ajenos. Me sorprendía que yo llevara una carga en la que nadie reparaba, que pareciera una persona corriente a ojos de cuantos veía que no me conocían, que todo quedara dentro.

Mientras lo miraba, supe que lo que lo hubiera trastornado, que el conocimiento que hubiera adquirido, que lo que hubiera visto u oído, lo llevaba en las profundidades de su alma de la misma manera que el cuerpo lleva la cantidad que le corresponde de sangre y tendones.

se movía como si su espíritu estuviera todavía poseído por la atronadora novedad de su propia muerte, como una jarra de agua dulce llena hasta el borde, cargada de sí misma.

nadie debería entrometerse en la plenitud que es la muerte. La muerte necesita tiempo y silencio. A los muertos hay que dejarlos solos con su nuevo don o su nueva inmunidad a la aflicción.

Era un peso que a menudo se convertía en una carga que no podía llevar. A veces era más ligera pero nunca desaparecía.

La memoria forma parte de mi cuerpo, como la sangre y los huesos.