Para que dos se condenen basta una mirada. Para que se reconozcan y se palpen, para que sepan santo y seña, para que dialoguen, acallen, vociferen en el idioma sin palabras del pecado. Para que lo compartan con ese lazo indisoluble e irrenunciable de la culpa gloriosa, la que proviene del pozo sin fondo del deseo que sólo es hambre e instinto. Una mirada sola. No hace falta más. Para perderse y —¿por qué no reconocerlo de una vez?— también para salvarse, irrevocablemente.