Ballena

Pues lo único que queríamos descubrir era el secreto sepultado, el verbo de la creación que ella representaba. Allí se escondía lo que confería a aquellos despojos una importancia, un sentido –una amenaza– que nos interpelaban directamente.

La auténtica fe –dijo– debe de ser parecida a los átomos: basta con que uno explote…

No cabe duda de que causaría un gran revuelo –le contesté–. Y, sin embargo, el mundo parece estar tan distraído… Cuántas personas que han oído hablar de la ballena se han limitado a encogerse de hombros y han vuelto a sus asuntos. ¡Como si tuviéramos una ballena todos los domingos…!

Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.

Bastaba para explicar nuestra tristeza. Pues ¿qué grito habríamos podido proferir todavía que estuviera a la altura de aquel grito? Buscábamos nuestro camino, a tientas, entre piedras al margen de la historia, donde nuestras manos no hallaban más que la hipnótica suavidad de los musgos, el frío de las algas.

–Si lo prefiere –dije para ponerla a prueba–, aún podemos dar media vuelta y, renunciando a la ballena putrefacta, conservar en nuestra memoria la idea de una ballena espléndida con la que poder vivir felices.

el despojo de una idea.

Y, sin embargo, el mundo parece estar tan distraído… Cuántas personas que han oído hablar de la ballena se han limitado a encogerse de hombros y han vuelto a sus asuntos. ¡Como si tuviéramos una ballena todos los domingos…!

–Y ustedes, ¿qué han hecho hoy?

–Poca cosa –respondí–. Hemos ido a ver la ballena.

Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.