Nada se opone a la noche

Durante años, había sentido vergüenza de mi madre delante de los demás, y había sentido vergüenza de sentir vergüenza.

Escribo este libro porque hoy tengo fuerzas para detenerme sobre lo que me atraviesa y a veces me invade, porque quiero saber lo que transmito, porque quiero dejar de tener miedo de que nos pase algo como si viviésemos bajo una maldición, poder aprovechar mi suerte, mi energía, mi alegría, sin pensar que algo terrible nos va a destrozar y que el dolor, siempre, nos esperará entre las sombras.

Era un día de febrero frío y soleado, de una belleza y de una tristeza infinita, el cielo era puro

Durante largo tiempo me obsesionó esta idea: no estaba en el lugar correcto

Ralentizada, sin aliento, deprimida, Lucile intentaba inventarse una nueva vida

No disponía de la cotización necesaria que le hubiese permitido acceder a una pensión completa, le gustaba su puesto y temía la inactividad

Lucile ejercía a su alrededor una forma de atracción fantasiosa y descabellada, mezclada con un gran sentido de la seriedad. Aquello le valió encuentros singulares y largas amistades

Llegó un momento en el que no oí más que eso, el llanto y los gemidos de Tom, una ronca melopeya que se alzaba por encima de la voz del sacerdote y que parecía no tener final, que honraba a los muertos y a los dolores escondidos

A los trece años, Lucile fumaba sus primeros cigarrillos sola en su habitación, que la dejaban abatida y dominada por el vértigo. Hoy, cuando leo sus escritos, me parece que a Lucile nunca le gustó tanto nada como beber, fumar y destruirse.

Georges subía las escaleras pesadamente, Liane le había robado el protagonismo desde hacía mucho tiempo