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Haruki Murakami

Tony Takitani

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    La soledad había vuelto a infiltrarse en él como un tibio caldo de oscuridad. «Todo ha terminado», pensó. «Haga lo que haga, todo ha terminado».
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    único que aún percibía era la sensación de pérdida dejada por algo que había existido. A veces ni siquiera lograba recordar con claridad el rostro de su esposa.
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    Por todo recuerdo, quedó su trombón y una vasta colección de viejos discos de jazz. Tony Takitani los dejó, dentro de las mismas cajas en que los había traído, sobre el suelo del vestidor.
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    En resumen, era como si tuviera que ir ajustando, poco a poco, la presión atmosférica del aire que había a su alrededor. Necesitaba ese periodo de tiempo. Y, mientras tanto, le era preciso que ella estuviera cerca de él vistiendo la ropa de su esposa.
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    Era una visión cegadora. La joven creyó que le faltaba el aire. Los latidos del corazón se le aceleraron. «Se parece a la excitación sexual», pensó ella.
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    Ella no sabía si a ese sentimiento se lo podía llamar amor, pero sentía que dentro de él se escondía algo maravilloso. Y pensaba que podía ser muy feliz a su lado. Y se casaron.
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    Para él, no estar solo era algo extraño, pero en cuanto había dejado de estar solo le había asaltado una angustia espantosa al pensar en qué sería de él si volviera a estarlo.
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    sentía la pulsión de comprarlo. No se trataba de que lo necesitara o no, o de que tuviera muchos o pocos. Se trataba de que no podía evitarlo. Sin embargo, dijo, aquello (y lo comparó con una adicción a las drogas) no podía continuar. Se curaría.
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    Hablaban y hablaban, como si estuvieran llenando algún vacío. Y, la quinta vez que se vieron, Tony Takitani le pidió que se casara con él.
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    Mientras ella reflexionaba, Tony Takitani vivió unos días infernales. No podía trabajar. Bebía todos los días, solo. La soledad se le hizo tan opresiva que lo paralizaba, provocándole una gran angustia. La soledad empezó a parecerle una prisión. «¡Y pensar que nunca me había dado cuenta!», se decía.
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