Brusco, como son a veces los hombres tímidos, se aleja de Tilio sin más contemplaciones. Mientras atardece en las aguas del Tíber, él desearía con todas sus fuerzas abandonar Roma, navegar a través de los mares y los siglos hasta las costas africanas, y, una vez allí, anudar en torno a Elisa y Eneas un hilo que ni el más afilado de los aceros pudiera cortar.