Salvaje

La soledad siempre me había parecido un lugar real, como si no fuera un estado, sino más bien un espacio a donde podía retirarme para ser quien de verdad era.

¿Y si me concedía el perdón a mí misma?, pensé. ¿Y si me concedía el perdón pese a haber hecho algo que no debería haber hecho?

El sol seguía mirándome despiadadamente, sin importarle un comino si yo vivía o moría.

Al final Eddie no me había querido como yo esperaba, pero me había querido cuando más importaba.

¿Y si lo lamentaba, pero, en caso de poder retroceder en el tiempo, optara por volver a hacer las cosas tal y como las había hecho?

—¿Un libro de verdad? —Mi madre me miró con expresión burlona y risueña.

—Quiero decir serio. Auténtica literatura digna de dedicarle tu tiempo —contesté.

—Bueno, mi tiempo tampoco tiene mucho valor, deberías saberlo, porque nunca he ganado más que el salario mínimo y muy a menudo he trabajado para nada como una esclava.

En mi percepción, el mundo no era un gráfico ni una fórmula ni una ecuación. Era un relato.

Yo no me acordaba, y, sin embargo, nunca lo había olvidado. Eso formaba parte de mí tanto como cuando mi padre decía que me tiraría por la ventana. Más aún.

Pero yo no estaba allí para librarme de decir «No tengo miedo». Había ido, comprendía, para imponerme a ese miedo, para imponerme a todo, en realidad, a todo lo que me había hecho a mí misma y a todo lo que me habían hecho otros. Eso no lo conseguiría yendo a remolque de nadie.

Vi que, de hecho, sí me había descarriado y que, en efecto, era una descarriada y que en los lugares salvajes a los que me había llevado mi descarriada vida había aprendido cosas que antes ignoraba.