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Simon Leys

La felicidad de los pececillos

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    Para quienes se dedican a la literatura como si fuera su oficio (lo que fue mi cruel maleficio desde los veinticinco años), es ciertamente el más duro, el más caprichoso y, efectivamente, el más abominable de todos los oficios, por la simple razón de que no habría tenido que constituir jamás un oficio. Se supone que un hombre no debe vivir de su pluma, como no debe vivir de su conversación, o de la manera en que se viste, se pasea o viaja. No hay ninguna relación entre la función de las letras y su resultado económico. No hay ninguna relación entre la calidad, o la mediocridad, o la importancia de una obra literaria, y las sumas que se pagan por ella. Tal relación no sería natural y de hecho no existe. Cuando la gente dice que la buena literatura no se vende, están orillando la cuestión. A veces la buena literatura se vende bien, y a veces la pésima literatura se vende igual de bien. Ocurre que libros importantes se venden bien, y sucede que libros absurdos, ridículos y falsos se venden también muy bien. Lo cierto es simplemente que las ventas de un libro no tienen nada que ver con la calidad de dicho libro. La relación entre la excelencia o la pertinencia de una obra literaria y el número de sus lectores en un momento dado no es una relación causal: es un capricho imprevisible.
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    FE La gente que va a rezar para propiciar la lluvia raramente se provee de impermeables.
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    LAS MÁS ALTAS INTELIGENCIAS no dicen menos tonterías que el común de los mortales; simplemente, lo hacen con más autoridad.
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    AUTORIDAD En China, en el siglo XVIII, cuando un alto funcionario sometía un informe al emperador, la etiqueta prescribía que cometiera una falta de ortografía en un carácter, en la primera o en la segunda página de su informe. Esto brindaba al emperador la oportunidad de dar prueba de su vigilancia y de su autoridad rectificando el error, sin tener que leer el informe hasta el final.
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    CONCIENCIAS DELICADAS «El tabaco es para el hombre un veneno de lo más peligroso». Esta virtuosa puesta en guardia se ha vuelto bastante banal, me diréis. Lo que lo es menos—y que debería mover a reflexión—es la identidad del que la formulaba: Adolf Hitler.
    Del mismo modo, Adolf Eichmann, mientras esperaba su ejecución, pidió prestado un ejemplar de Lolita a la biblioteca de la cárcel. Al cabo de algunas páginas (nos dice un biógrafo de Nabokov), indignado, arrojó el libro: «¡Esto es repugnante!».
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    Simone Weil pensaba que, cuando alguien tiene algo original que decir, al principio no puede ser entendido por nadie, salvo por los que le quieren. Claude Roy ha llevado más lejos la lógica de esta idea: «El escritor se entrega y se libera. Decir que nos gusta su obra es decir que nos gusta el autor. Decir que no nos gusta su obra es hacer a un ser vivo una declaración de enemistad. Por tanto, los escritores son más vulnerables que los ebanistas a las críticas de sus trabajos. Se cree que el juicio recae sobre lo que hacen. Pues no: recae sobre lo que son».
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