El libro de las aguas

Se acababa de derrumbar un imperio que todo el mundo consideraba una «gerontocracia», pero los nuevos gobernantes —intelectuales y políticos— resultaron igual de incapaces a la hora de despertar y alimentar pasiones, revelándose tan insulsos y mezquinos como los antiguos.

¿Será capaz la literatura de presagiar la guerra?

Siempre he tenido la impresión de que en las naciones pobres se suele echar el resto en vestir bien. Cuanto más rica es la gente, tanto más floja se la trae el asunto de qué ponerse encima. Los americanos son famosos por su aspecto de gandules, y capaces de andar en sandalias y pantuflas, con shorts y con camisetas sin mangas, por cualquier parte y a cualquier hora del día y de la noche. Parecen muy poco preocupados por el asunto ese de ir arreglado. Cuando hay prendas de calidad por todas partes, y se tiene dinero, uno desarrolla cierta indiferencia hacia la ropa, de modo que empieza a valorar lo que resulta cómodo, y no lo que está de moda y cuesta mucha pasta.

Así que la cosa no se resuelve con llevar exitosamente a término una revolución y fundar un ­Estado. Después, es necesario defenderse de los viejos amigos. ­Hasta la muerte.

A ver, en realidad no se trataba de «etnias subdesarrolladas», que Alá me haya perdonado; lo digo irónicamente y solo quiero aludir al hecho de que, entre esos pueblos, no está bien visto que las chicas enseñen las domingas en pleno centro.

Estos recuerdos míos sobre mares, ríos y fuentes carecen de sistema alguno.

Europa la palmó hace mucho, ya no es la misma, está agotada;

Cuando galopábamos, con Maggie colgada de nuestros brazos, hacia el Adriático, ¿cómo iba a saber yo que once años después me desplazaría por la orilla opuesta del Adriático, por la orilla balcánica, con un uniforme completo de soldado de la policía militar de la República Kninska Krajina, un fusil de asalto al hombro y una pistola al cinto? Y con un destacamento de fieles amigos serbios. Pero se estaba muy a gusto en las dos orillas del tiempo, en la de 1982 y en la de 1993. Cada cosa tiene su tiempo, eso es todo.

Un hombre viaja por el mundo para reflexionar, para observar, para comparar.

Pero hay que viajar solo. Es la única forma de gozar de la exuberancia de la vida real. Aunque, por desgracia, viajar solo resulte casi siempre imposible.