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Kurt Vonnegut

Madre Noche

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  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    Mi historia está contada. Y ya era hora, porque mañana se inicia mi juicio. Una vez mas la liebre de la historia alcanza a la tortuga del arte. Ya no tendré tiempo para escribir. Debo emprender una nueva aventura.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    La esperanza arde sin cesar, dicen, en el corazón de los hombres. Arde sin cesar por lo menos en el corazón de Dobrowitz. Y ésta es la razón, supongo, de que sea un abogado tan caro.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    —No soy tu destino ni tu demonio —le dije—. ¡Mírate! ¡Viniste a matar al mal con tus manos desnudas y ahora te marchas con la misma gloria que un hombre arrojado junto a la carretera por un ómnibus Greyhound! ¡Y ésa es toda la gloria que te mereces! Eso es todo lo que se merece un guerrero que lucha contra el mal absoluto. Hay muchas razones para pelear; pero no existe ninguna para odiar sin restricciones, para imaginar que Dios Todopoderoso también odia como nosotros… ¿Dónde está el mal? El mal es esa enorme porción de cada ser humano que quiere odiar sin límites, que quiere odiar con Dios de su lado… Es esa porción de cada hombre que encuentra tanto atractivo en toda clase de monstruosidades. Es esa porción del imbécil que castiga y envilece y hace la guerra con alegría.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    40. Otra vez la libertad
    Me arrestaron junto con todos los demás. Una hora después me encontré en libertad, gracias —supongo— a la intercesión de mi Hada Madrina Azul. El lugar donde me detuvieron tan brevemente fue una oficina sin nombre, situada en el Empire State.

    Un agente me acompañó en el ascensor hasta la acera, devolviéndome a la corriente de la vida. Quizá llegué a dar cincuenta pasos por la acera, cuando me detuve.

    Me quedé helado.

    No fue el sentido de culpabilidad lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no sentirme culpable jamás.

    Tampoco fue un horrible sentido de pérdida lo que me heló. Me había enseñado a mí mismo a no desear nada.

    Tampoco me heló el miedo a la muerte. Me había enseñado a mí mismo a pensar en ella como en un amigo.

    Tampoco la rabia desconsoladora contra la injusticia. Me había enseñado a mí mismo que un ser humano encontrará con más facilidad tiaras de diamantes en las cloacas que recompensas y castigos justos.

    Tampoco el pensamiento de que nadie me amaba. Me había enseñado a mí mismo a arreglármelas sin amor.

    Tampoco el pensar que Dios era cruel. Me había enseñado a mí mismo a no esperar jamás nada de Él.

    Lo que me dejó helado fue el hecho de que no tenía ningún motivo para moverme en una u otra dirección. Lo que me había impulsado a actuar durante tantos años muertos y vacíos había sido la curiosidad.

    Y ahora, inclusive eso se había extinguido.

    No sé decir cuánto tiempo estuve allí, helado. Si iba a moverme otra vez, alguien tendría que ofrecerme una buena razón para hacerlo.

    Y alguien lo hizo.

    Un policía me observó durante un rato. Luego se me acercó y me dijo:

    —¿Está bien?

    —Sí.

    —Ha estado ahí quieto mucho tiempo.

    —Lo sé.

    —¿Espera a alguien?

    —No.

    —Entonces es mejor que siga su camino, ¿no le parece? —dijo.

    —Sí, señor —dije.

    Y seguí mi camino.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    42. Sin paloma y sin pacto
    Subí a mi buhardilla ratonera por el caracol de yeso y roble.

    En el pasado, la columna de aire encerrada en el hueco de la escalera contenía una melancólica carga de polvo de carbón, tufo a comidas y exudado de cañerías. Ahora ese aire corría frío y cortante. Habían roto todas las ventanas de mi casa. Todos los cálidos gases de antaño habían escapado por el hueco de la escalera y por las ventanas, como arrastrados por un extractor.

    El aire estaba limpio. Me era familiar esa sensación de un viejo edificio con olor a rancio súbitamente aireado; de una atmósfera corrupta abierta de golpe por un bisturí de aire desinfectado. Había percibido el fenómeno con frecuencia, en Berlín. Helga y yo sufrimos dos bombardeos. En ambas ocasiones, encontramos una escalera para escapar.

    Una vez, corrimos escaleras arriba hasta un departamento sin techo y sin ventanas; un hogar mágicamente preservado del bombardeo, salvo por esos detalles. La otra vez, bajamos la escalera hasta poder respirar aire fresco, dos pisos más abajo de donde había estado nuestro hogar.

    Los dos momentos, en aquellas escaleras de cimas astilladas que mostraban el cielo, fueron exquisitos.

    La exquisitez duró sólo unos instantes, desde luego, porque como toda familia humana, amábamos nuestros nidos y los necesitábamos. Pero durante uno o dos minutos, Helga y yo nos sentimos como Noé y su mujer sobre el Monte Ararat.

    No existe sentimiento mejor que éste.

    Y lu
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    «Edúcate bien. Sé el conductor de tu clase en todo. Mantén tu cuerpo limpio y fuerte. Guárdate tus opiniones para ti mismo.»
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    —Lo siento mucho. Supe que había desaparecido el mismo día que lo supo usted.

    —¿Cómo?

    —A través de sus palabras —dijo—. Fue uno de los detalles de información que usted mismo transmitió por radio aquella noche.

    Esto de que yo había anunciado por la radio la desaparición de mi Helga, que lo había transmitido sin siquiera saber lo que hacía, me perturbó, de alguna manera, más que cualquier otro detalle en esa aventura. Me perturba incluso ahora. Por qué, no puedo explicarlo.

    Supongo que el hecho revela una separación entre mis muchos «yo» mayor de lo que puedo soportar.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    Es posible que Eichmann quisiera hacerme reconocer que también yo había matado a un montón de gente, por el simple ejercicio de mi bocaza. Pero dudo que fuera un hombre tan sutil, aunque haya sido hombre de muchas facetas. Creo que, si hubiese tenido que hacerlo de verdad, de los seis millones de asesinatos que generalmente se le atribuyen apenas me habría regalado uno, como mucho. De haber distribuido todos esos asesinatos, habría desaparecido Eichmann en cuanto a la idea que Eichmann tenía de Eichmann.

    Los guardias me apartaron de allí; y la única vez que volví a encontrarme con el Hombre del Siglo fue por medio de una nota, misteriosamente contrabandeada desde su prisión de Tel Aviv hasta la mía en Jerusalén. La nota la dejó caer a mis pies una persona desconocida en el patio de ejercicios de la prisión. La cogí y la leí. Decía:

    «¿Cree usted que un agente literario es absolutamente imprescindible?» Eichmann firmaba la nota.

    Mi respuesta fue la siguiente: «Para los contratos con los clubs de libros y los derechos cinematográficos en Estados Unidos, absolutamente imprescindible.»
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    Eichmann escribía la historia de su vida; lo mismo que yo estoy haciendo ahora. Aquel viejo gallinazo desplumado, de mentón huidizo, que debía dar cuenta de seis millones de asesinatos, me sonrió como un santo. Era capaz de interesarse con la misma dulzura por su trabajo, por mí, por los guardias de la prisión, por todo el mundo.

    Iluminado por su sonrisa, me dijo:

    —No estoy enojado con nadie.

    —Así es como hay que sentirse.

    —Le daré un consejo…

    —Lo escucho.

    —Tómelo con calma —me dijo, sonriente, sonriente, sonriente—. Sólo eso: tómelo con calma.

    —Así es como llegué aquí.

    —La vida se divide en etapas —dijo—. Cada una difiere de las otras; y uno debe ser capaz de reconocer lo que se espera de él en cada etapa. Ese es el secreto de una vida lograda.

    —Le agradezco que comparta su secreto conmigo.

    —Ahora me he convertido en escritor. Nunca pensé que llegaría a serlo.

    —¿Me permite que le haga una pregunta personal? —le dije.

    —Desde luego —me contestó, benigno—. Esta es la etapa en que me encuentro ahora. Este es el momento de pensar y responder. Pregúnteme lo que quiera.

    —¿Se siente culpable del asesinato de seis millones de judíos? —pregunté.

    —De ninguna manera —contestó el arquitecto de Auschwitz, el introductor de las cadenas sin fin en los crematorios, el mayor consumidor del gas llamado Ciclon-B.

    Como no lo conocía bien, arriesgué una broma de cofrades, o lo que me pareció que sería una broma de cofrades:

    —Usted fue un simple soldado. ¿No es cierto que acataba las órdenes de sus superiores, como todos los soldados del mundo?

    Eichmann se volvió hacia un guardia y le habló en un yiddish relampagueante, indignado. Si hubiera hablado más despacio, lo habría entendido; pero habló demasiado rápido.

    —¿Qué ha dicho? —pregunté al guardia.

    —Cree que le hemos mostrado a usted su defensa —dijo el guardia—. Nos hizo prometer que no se la mostraríamos a nadie hasta que la tuviese terminada.

    —No la he visto —dije a Eichmann.

    —Entonces, ¿cómo sabe usted cuál va a ser mi alegato?

    Aquel hombre pensaba de veras que había inventado esa trillada defensa, aunque toda una nación de más de noventa millones se había defendido de la misma manera antes que él. Así era de mísero su conocimiento del divino acto humano de la invención.
  • martealıntı yaptıgeçen yıl
    Cuanto más pienso en Eichmann y en mí, tanto más pienso que a él deberían mandarlo a un hospital, y que yo soy la clase de individuo para el que se hicieron los castigos infligidos por hombres ecuánimes y justos.

    Como amigo del tribunal que juzgará a Eichmann, ofrezco mi opinión. Eichmann no puede distinguir entre el bien y el mal, no sólo el bien y el mal, sino también la verdad y la falsedad, la esperanza y la desesperación, la belleza y la fealdad, la bondad y la crueldad, la comedia y la tragedia se amontonan sin discriminación en la mente de Eichmann.

    Mi caso es distinto. Siempre he sabido cuándo tenía que mentir; soy capaz de imaginar las crueles consecuencias de que alguien crea mis mentiras, sé que la crueldad es un mal. No podría mentir sin saberlo, así como no podría eliminar un cálculo de riñón, al orinar, sin darme cuenta.

    Si existe otra vida después de ésta, me gustaría muchísimo ser, en esa otra vida futura, la clase de individuo de quien se pudiera decir con verdad:

    «Perdónelo porque no sabe lo que hace.»

    Pero esto no se puede decir de mi, por ahora.

    La única ventaja que veo en conocer la diferencia entre el bien y el mal, es que algunas veces puedo reírme, mientras que los Eichmann no pueden encontrar nada gracioso.

    —¿Sigue usted escribiendo? —me preguntó Eichmann, allá en Tel Aviv.

    —Un último proyecto —contesté—. Una maniobra de comando para los archivos.

    —Usted es un escritor profesional, ¿verdad?

    —Algunos lo creen así.

    —Dígame: ¿dedica un tiempo fijo del día a escribir, tenga o no ganas de hacerlo, o espera a que le venga la inspiración, sea de día o de noche?

    —Escribo a horas fijas —recordaba lo que hacía tantos años atrás.

    Con eso conseguí otra vez su respeto:

    —Sí, sí… —asintió—. A horas fijas. Es lo que yo he encontrado mejor, también. A veces me quedo mirando el papel en blanco, pero sin embargo, me quedo ahí y lo miro durante todo el tiempo que he destinado a escribir. ¿El alcohol ayuda?

    —Pienso que menos de lo que parece… Y sólo parece ayudar durante la primera media hora.

    Esto también era una opinión de mi juventud.

    Eichmann hizo un chiste.

    —Escuche: acerca de esos seis millones…

    —¿Sí?

    —Le puedo dejar unos cuantos para su libro —dijo—. No creo que necesitaré todos esos millones.

    Entrego este chiste a la historia, porque supongo que no había ningún grabador en la celda. Esta es una de las memorables agudezas de aquel Gengis Kan burocrático.
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