Contigo en la distancia

Tenía mi rostro entre sus manos y me miraba a los ojos, con esa mirada directa y limpia a través de la cual se podía avistar su interior.

Me era difícil hablar. Las palabras «amor», «añoranza», «promesa» se habían transformado en recipientes demasiado reducidos para contener la magnitud de mis sentimientos.

Entonces pensé que la felicidad y el dolor iban juntos, y que no podíamos saber de antemano cuándo una u otro se saldría con la suya.

Ya lo enunciaban los griegos: la memoria se ancla a los lugares para poder sobrevivir. Sitios que el alma crea para poder guardar sus recuerdos.

Emilia había entrado con tal intensidad en mi vida, que ya había empezado a temer los días en que ella no estaría junto a mí

Pensé que el olvido debía ser un rasgo evolutivo que habíamos desarrollado los humanos para sobrevivir.

Yo era un convencido de que la insularidad era un mal del cual había que despercudirse pronto en la vida si no querías que se transformara en un credo.

la había apartado en lo posible de mis pensamientos. Su imagen traía consigo un sentimiento de pérdida, y sobre todo la noción de mi pequeñez. Sin embargo, no pude dejar de turbarme ante la idea de que leía mis columnas, de que estaba ahí, en algún lugar, y que de tanto en tanto pensaba en mí.

Había descubierto que, una vez que mientes, te transformas en otro, y ese otro, desde su cómodo promontorio de invenciones, ya no se puede detener, ya no sabe cómo volver atrás.

¿Cómo podía sentirme tan bien si por primera vez caminaba sin certezas, sin los límites que me habían resguardado?