Debido a cualquiera de los posibles motivos que acabo de esbozar, el yo poético, la futura víctima, es al principio malo («se llevaron a X, pero no me importó») y después, al enfrentarse a la tortura, el hambre y el asesinato («al final me llevaron a mí también»), se vuelve bueno. La imagen de las futuras víctimas cuando todavía eran (supuestamente) ingenuas, perezosas, cobardes o cómplices en un entorno cada vez más abiertamente fascista nos desagrada. La imagen del después (una vez que las han exterminado) resulta redentora: la muerte cruel las convierte en santos.