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Umberto Eco

Confesiones de un joven novelista

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¿Inspiración o trabajo? ¿Talento o esfuerzo? Estas cuestiones, eternas a la hora de hablar de la creación artística, se las plantea también el escritor y semiólogo italiano Umberto Eco en su nuevo libro, Confesiones de un joven novelista, una reflexión de cómo pasó de ensayista a novelista. Publicado por Lumen, Confesiones de un joven novelista está este mes en la calle para deleite de los muchos incondicionales del viejo profesor italiano, que, a punto de cumplir los 80 años, se considera «un novelista muy joven, ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y que publicará muchas más en los próximos cincuenta años». Así lo expresa en este libro, donde reflexiona sobre su forma de escribir."Prestaré más atención a la ficción que a los ensayos -dice-, porque, aunque me considero académico de profesión, como novelista no soy más que un aficionado", subraya Eco, que debutó como novelista con El nombre de la rosa, en 1980. Una novela que abrió su fama al gran público; un éxito internacional que luego crearía escuela en otros autores al mezclar hechos históricos con la intriga y el misterio. Entre algunas de sus reflexiones, el autor de El péndulo de Foucault sostiene que, cuando llegó a la cincuentena, no se sintió, “como les pasa a muchos alumnos”, escribe, frustrado por el hecho de que su escritura no fuera “creativa”. «Nunca he entendido por qué a Homero se le considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista creativo no lo es?”, precisa. Según el semiólogo, con el ensayo teórico se pretende demostrar una tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que, con un poema o una novela, lo que se pretende es representar la vida con todas sus contradicciones. «Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución”, argumenta. Por ese motivo, Eco explica que, en las charlas que ofreció tras la publicación de El nombre de la rosa, explicaba que un novelista puede decir cosas que no puede decir un filósofo. Umberto Eco explica también que «inspiración” es una mala palabra que los autores tramposos utilizan para parecer intelectualmente respetables. «Como dice el viejo refrán, el genio es un diez por ciento inspiración y en un noventa por ciento transpiración”, recalca. Para el escritor italiano, la narrativa es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza con una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza”. Y, como Kapuscinski cuando afirma que para escribir una página hay que haber devorado una biblioteca, Eco asegura que, por ejemplo, para contar en El péndulo de Foucault que las editoriales Manuzio y Garamond están en dos edificios adyacentes entre los cuales se ha construido pasaje, se pasó mucho tiempo dibujando varios planos e imaginándose el aspecto de ese pasaje. «En la novela menciono brevemente los escalones, y el lector pasa por ellos con paso largo, sin, creo, fijarse demasiado en ellos. Pero para mí eran cruciales y, de no haberlos dibujado, hubiera sido incapaz de continuar con mi historia”, advierte. Llorando por Ana Karenina es otro de los muchos y ricos apartados del libro y, en él, Eco habla de la diferencia que existe entre llorar por la muerte de un ser querido y llorar por la muerte de Ana Karenina. Otra de las preguntas y reflexiones que se hace el pensador está relacionada con la verdad que existe en la ficción. «Y por qué cuando Goethe publicó en el siglo XIX Las tribulaciones del joven Werther, donde su héroe homónimo se suicida por amor, muchos jóvenes románticos de la época hicieron los mismo?”, se plantea. Las cábalas y reflexiones de este “joven novelista” acaban con una larga lista («como tuve una educación católica, me acostumbré a recitar y a escuchar letanías, dice) sobre otros autores que también analiza.
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Alıntılar

  • Jośe Carrasco Amadoralıntı yaptı6 yıl önce
    hay dos clases de poetas: los buenos, que queman sus poemas a los dieciocho años, y los malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven

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