Todos hemos oído hablar de ese hombre que está en peligro momentáneo y que ve pasar ante sí en ese momento todo el transcurso de su vida. En el frío, literal y común sentido de las palabras, esto es evidentemente una mentira tonante. Nadie puede sostener que en un accidente o en una crisis mortal se acordó detallada y minuciosamente de todos los billetes que había tomado para Wimbledon o de todas las veces que había untado mantequilla sobre el pan del desayuno.
Pero en aquellos breves momentos en los que mi caballo iba disparado hacia el tráfico del Strand, descubrí que hay una verdad tras esa frase, como tras todas las frases populares. Tuve realmente, en aquella especie de período agudo, una rápida sucesión de una serie de puntos de vista fundamentales. Tuve, por así decirlo, unas cinco religiones en casi otros tantos segundos. Mi primera religión fue puro Paganismo, lo que, entre hombres sinceros, suele describirse más brevemente como miedo supino. Luego le sucedió un estado de ánimo que es completamente real, pero al que no se le ha encontrado aún nombre exacto. Los antiguos lo llamaban Estoicismo, y me figuro que eso debe de ser lo que algunos chiflados alemanes entienden (si es que entienden algo) por Pesimismo. Era una especie de aceptación vacía y abierta del suceso que estaba aconteciendo, como si uno se hubiese colocado mucho más allá de la importancia y trascendencia del suceso mismo. Y entonces, cosa curiosa, sobrevino un fuerte sentimiento contrario: que las cosas importaban en realidad muchísimo y que además había en ellas algo más que sentido trágico. Era un sentimiento no de que la vida careciese de importancia, sino de que la vida era demasiado importante para no ser sino eso: la vida. Me figuro que esto era Cristianismo. En todo caso sobrevino en el momento en que nos estrellábamos contra el autobús