Lee junto a César Tejeda

Julian Barnes es uno de mis autores de cabecera. He leído la mayor parte de sus libros y, aunque todos me han conmovido y emocionado de una u otra manera, "Nada que temer", el ensayo personal donde Barnes se acerca con melancolía a propia su vejez y al paso del tiempo, es mi consentido.

He leído esta novela varias veces y en cada una de ellas he encontrado nuevas cosas que me deslumbran. En mi última lectura, que fue mi favorita, descubrí que Jazmina, además de una autora que transita entre los géneros literarios con una inteligencia envidiable, es una narradora consumada. Me gusta utilizar este libro en mis clases de creación literaria para poner ejemplos sobre algunas técnicas narrativas como la elipsis, la descripción de personajes y cómo las inquietudes que se arraigan en nosotros son el mejor material para emprender un proyecto literario de largo aliento. Este es un libro sobre la amistad, sí, pero desde un ángulo en el que suele verse raras veces: el escepticismo.

Me gusta recomendar este libro porque es una de mis novelas autobiográficas favoritas. Creo que una buena parte de lo que sé sobre escritura autobiográfica se lo debo a Abril, que construyó, en "Tarantela", una genealogía sobre el dolor que heredamos de nuestros antepasados, pero, principalmente, sobre el antídoto que representan la lectura y la escritura para enfrentarnos a ese mismo dolor.

Este libro es, para mí, una cátedra de escritura. En rigor, puede leerse como una dolorosa –terrible— pieza de periodismo narrativo. En rigor, también, puede leerse como un thriller apasionante. Goldman relata el crimen de Juan Gerardi, el obispo guatemalteco asesinado dos días después de la publicación de Guatemala: nunca más. Un minucioso informe compuesto por entrevistas, testimonios y documentos, sobre los hechos ocurridos durante la Guerra Civil de aquel país centroamericano. El libro parte del crimen para desvelar los motivos detrás de él, siguiendo al equipo de abogados que se dio a la tarea de investigar minuciosamente el caso, mismo que fue encubierto, por los poderes fácticos y reales de Guatemala, con una “artística” sagacidad.

Me gusta contar una anécdota sobre este libro y es que una vez, cuando yo estudiaba segundo año de preparatoria, el maestro de matemáticas me pidió que saliera del salón por reírme en clase. En realidad, yo estaba, en vez de distrayendo a mis compañeros y compañeras, leyendo “Míster Taylor”, uno de los cuentos de este libro. Creo que a Monterroso le debo, partiendo del presuntuoso hecho de que pude hurtárselo, el sentido del humor en lo que escribo.

He llegado a la conclusión, arbitraria y rebatible, de que mi tipo de narrador favorito para la lectura de una novela es aquel que algunos teóricos llaman "equisciente" y otros "tercera persona avec". Me refiero a ese tipo de narrador que es formalmente una tercera persona, pero que se encuentra fijo en sólo uno de los personajes a la vez, por lo que parece, vamos a decirlo coloquialmente, una “tercera persona aprimerada”. En "Poeta chileno" Alejandro fascina por su habilidad para utilizar al narrador equisciente y contar una historia sobre las formas caprichosas que pueden adquirir los lazos familiares, sobre el amor filial y sobre las aficiones que podemos –tal vez no heredar— compartir para siempre.

Con Isabel comparto el amor por los animales y la inquietud por la memoria y los recuerdos. En este poemario habitan algunos de los versos en los que pienso con mayor frecuencia. Me acerco a estos poemas cuando, por algún extraño motivo, tengo ganas de llorar. Principalmente a “Espermaceti” y a “Para Laika”, dedicado a la perra que fue el primer ser vivo enviado al espacio, sobre la cual Isabel escribió: “Ofrecimos tu vida como prueba de la nuestra. El éxito ha sido enorme y absurdo. Laika, Limonchik, rizadita: olvidé lo que aprendimos, pero no olvidaré tu nombre”.